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Munich

Cuando me dijeron que Spielberg preparaba una película sobre Septiembre Negro y la masacre de Múnich me eché las manos a la cabeza: otro relato sentimentalón y lacrimógeno como La Lista de Schlindler o El color púrpura, pensé en aquel momento. Y sin embargo, desde la primera vez que la vi, Munich me pareció una película impecable, hasta el punto de que creo que se ha situado entre mis tres favoritas del director (al cual admiro mucho, dicho sea de paso), junto con el Soldado Ryan y Parque Jurásico.






Para empezar, Munich no es nada maniquea ni manipuladora: tiene el acierto de tratar un tema políticamente espinoso como si fuera un thriller de espías setentero (hay referencias constantes a filmes como Chacal y The French Connection y, amigos, Chacal y French Connection son las mejores pelis de la historia), centrándose más en la construcción de una intriga interesante que en intentar opinar sobre el tema; rehuye emitir juicios globales o ideológicos y se centra en los sentimientos individuales de cada personaje: el resentimiento, el odio, la culpa… Es por eso que el mensaje de la película acaba siendo tremendamente pesimista: el protagonista Eric Bana hundido por el arrepentimiento, el miedo y la paranoia, perseguido por el bando palestino y abandonado por el israelí, se convierte en metáfora de la absurda espiral que provoca la venganza, sobre todo si es perpetrada en términos tan difusos como los de nación o raza. De este modo lo que en un principio es un filme político se acaba convirtiendo en una exploración de las miserias humanas: los agentes secretos enviados por el Mossad y encabezados por Bana comienzan su cruzada contra los enemigos de Israel llenos de fe en su causa, convencidos de estar realizando un acto de verdadero patriotismo, pero conforme la película va avanzando esta creencia se va desmoronando y sólo queda la sangre, los nombres individuales de las personas asesinadas. Su viaje por toda Europa en busca de justicia se convierte entonces en un descenso a los infiernos; ellos mismos son testigos de cómo paulatinamente se van convirtiendo en auténticos monstruos: la causa va perdiendo sentido y la matanza es continuada por motivos puramente personales, hasta el punto de que no dudan en añadir a su lista de asesinatos nombres que no estaban relacionados con la matanza de Múnich y que, por tanto, no eran objetivos del Mossad.






Precisamente es por ese anteponer el plano individual al nacional o ideológico que ambos bandos, tanto el judío como el palestino, criticaron Munich duramente: porque lo que esta película hace es poner de relieve el absurdo de cualquier causa, sea religiosa, económica o de defensa nacional frente al terrorismo, que tiene en las armas su modo de expresión (hagan ustedes las comparaciones pertinentes con la actualidad).

Incluso la morralla familiar que Steven se empeña en meter con calzador en todas sus pelis (probablemente el gran pero de su filmografía) resulta coherente en esta ocasión: el protagonista, Eric Bana, es un hombre perturbado por la figura de su padre, un antiguo héroe del estado de Israel, que se debate entre seguir un camino propio o responder a lo que todos esperan de él como Hijo Predilecto. Parece que, más que por patriotismo, los horribles asesinatos que perpetra se deben a su intento de responder ante la figura de ese padre ausente y, sin embargo, a veces muestra verdadera repulsa hacia ese rol que se le ha asignado e intenta rebelarse contra él (como se ve en las escenas en que aparece su madre).

En definitiva se trata del filme más arriesgado de Spielberg hasta la fecha. Justo ahora que es uno de los hombres más poderosos de Hollywood aparece esta película inquietante, dura, escabrosa, peliaguda en el tema político en el que ha conseguido lo más difícil: poner de acuerdo a las dos partes del conflicto palestino-israelí en su condena.

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...Y vosotros sabreis que mi nombre es Yavhé cuando mi cólera caiga sobre vuestras cabezas...

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