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España, campeona del mundo




Era imposible, no podían traspasarse los fantasmas del fútbol al baloncesto. Era ilógico pensar que los traumas y las derrotas de un deporte pudiesen afectar a otro deporte. Y sin embargo, el miedo estaba ahí, no terminábamos de creérnoslo, aun con España ya en la final esperábamos que viniese la pifia, algún golpe de mala suerte que nos despertase del sueño. “España no puede ganar, siempre tiene que pasar algo”, los españoles siempre tan pesimistas (o quizá no es que seamos pesimistas, es que somos cobardes y escondemos la cabeza antes de la derrota). Pero esta vez no ha pasado nada, o mejor dicho, ha pasado de todo (arbitraje permisivo con la agresividad rival ante Argentina, la lesión de nuestro mejor jugador, la muerte del padre del seleccionador…) y ante todo hemos sabido reponernos hasta llegar a lo más alto. Cuando se es un equipo ganador no valen las excusas.

Mi padre, como buen español, intentaba desmarcarse de cualquier compromiso “qué más da que ganen o pierdan si igualmente mañana vamos a tener que ir a trabajar todos.” Cierto, tenemos que trabajar, ningún triunfo deportivo va a librarnos de nuestra vida cotidiana. Pero sin embargo hoy vamos a trabajar con una sonrisa en la cara, hoy tenemos esta satisfacción de haber hecho bien las cosas, de que, sí, por una vez somos campeones del mundo. Es la satisfacción de haber presenciado algo heroico, de haber sido una pequeña parte de algo heroico. Esto es algo que nunca entenderán los que no aman el deporte, cómo un balón que bota a treinta mil kilómetros de distancia puede ser empujado por millones de personas, cómo ese balón puede importar tanto como tu trabajo o puede servirte de bálsamo momentáneo para cualquier pena o dolor.

El deporte es estética, todas las estrategias diseñadas para la victoria acaban conduciendo a la estética. Y sólo unas cuantas veces el deporte es también heroísmo, emoción infinita, comunión con los semejantes, euforia agradecida… Todo eso que confluyó ayer para hacernos sentir realmente grandes.